El nuevo museo del Holocausto

Posteado el Mar, 21/04/2009 - 23:23
Autor
ABRAHAM B. YEHOSHUA*

Aún recuerdo el momento en que me enteré de que seis millones de judíos habían sido exterminados durante la Segunda Guerra Mundial. Fue en Jerusalén en la primavera de 1945, unas semanas después del fin de la guerra. Yo tenía unos nueve años, y la guerra en sí, pese a que ocurría lejos de Palestina, la seguía con gran interés y emoción a través de lo que me iba contando mi padre. Pero en mi conciencia de niño el interés giraba en torno a los grandes ejércitos y las tremendas batallas que tenían lugar en Europa. La suerte de los judíos en esa guerra era más bien una cuestión secundaria, envuelta en cierta nebulosa, fruto en realidad de la falta de información precisa y clara, pero también es cierto que se debía a una falta de voluntad por informarse debido al enorme grado de impotencia que se sentía.
Justo al poco de terminar la guerra empezó a haber en Palestina grandes manifestaciones en contra del gobierno británico por prohibir la entrada a los refugiados judíos, supervivientes del holocausto que se habían quedado sin hogar. Recuerdo el día en que en Jerusalén comenzaron a difundirse las primeras octavillas en contra de los ingleses, unos aliados en la guerra que ahora se habían convertido en gobernantes despiadados. Esas octavillas sobrevolaban las calles de Jerusalén y entraron en el portal del edificio en el que vivíamos, situado en el centro de la ciudad. Y me recuerdo a mí mismo bajando corriendo por las escaleras y cogiendo una de ellas: "Hemos perdido en Europa a seis millones de nuestros hermanos -decía- y por eso a partir de ahora no nos estaremos quietos y no renunciaremos al derecho que tienen los refugiados a regresar a su patria".
Desde entonces ese número de "seis millones" pasó a ser una especie de código, un mito lleno de horror.
La víspera de la creación del Estado de Israel había en Palestina tan sólo unos 500.000 judíos, por lo que cada judío que pudiera llegar era importante para la estructuración del joven Estado. En cambio, en una guerra que dura apenas seis años, el pueblo judío pierde de golpe a un tercio de su población: seis millones.
No obstante, ese terrible número que entonces empezaba a planear sobre nuestra cabeza se quedó en parte oculto y aquella gran tragedia pasó a ser algo lejano y abstracto. La guerra de Independencia, que comenzó ya en 1947, nada más aprobarse la resolución de las Naciones Unidas por la que se dividía Palestina en dos estados, hizo que el holocausto se metiera en un cajón lleno de horror. El joven Estado judío estaba luchando por su supervivencia y se necesitaba poner en ello todas las energías. Así que tuvieron que transcurrir siete años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial para que el Estado judío fijase un día oficial en memoria de las víctimas del holocausto. En un país donde vivían millares de supervivientes que venían del infierno de Europa, donde el recuerdo y el duelo estaban tan vivos en tanta gente, en un país en el que la mitad de la población había perdido a parte de su familia en el holocausto, tienen que pasar, sin embargo, años antes de que se establezca una fecha en recuerdo de las víctimas y se cree un museo en su memoria.
Pero no sólo los judíos que no vivieron el holocausto en Europa tardaron en buscar formas de mantener viva la memoria de las víctimas, sino que los propios supervivientes tampoco se apresuraron a hacerlo. Había una especie de pacto en ambos lados. Callar, borrar, no hablar, no fuera que mencionarlo o pensar en ello los paralizase hasta tal punto que no les permitiera entonces enfrentarse a los retos de la vida.
Por ejemplo, es sabido que muchos años después de la Segunda Guerra Mundial, los judíos en Estados Unidos no sólo no se interesaban por el holocausto, sino que tampoco eran conscientes de cuestiones y hechos realmente básicos. Precisamente, ese número impersonal de seis millones era algo así como una tapadera que ocultaba muchos detalles que quizás temían o se avergonzaban de saber. Muchos jóvenes judíos de Estados Unidos que llegaron a Israel en los años cincuenta y sesenta oyeron en Israel por primera vez acerca del holocausto.
El deseo inconsciente de borrar aquello era impresionante. Recuerdo el caso de mi amigo Aharon Baraq, actualmente presidente del Tribunal Supremo de Israel. Durante los años en que fuimos compañeros en el instituto nunca imaginé que durante la guerra había estado en el gueto de Kovna. Era tal su deseo de integrarse en su nueva experiencia israelí que no quería contar nada -ni aludir siquiera- acerca del hecho de que él venía de allí. Y lo increíble es que incluso algo así se pudiera ocultar en una relación de amistad entre adolescentes.
No creo que borrar aquello inconscientemente resultara negativo para los judíos de Israel y de la diáspora. Pienso que si nada más salir del holocausto hubieran vivido el dolor y la rabia y hubiesen hurgado en el trauma que como personas y como pueblo habían sufrido, se habrían hundido en una depresión y se habrían visto tan impotentes que ello les hubiera impedido reponerse de aquello. Por eso, reprimir aquella experiencia fue muy importante para que se pudiera entrar en un proceso por el que lograran superarla.
Esa represión psicológica empezó a reducirse poco a poco a principios de los años sesenta. Primero, en los círculos de los supervivientes y familiares, y lentamente comenzó a darse en otros círculos, la mayoría judíos, si bien últimamente estamos siendo testigos de un fenómeno impresionante de concienciación del holocausto en otros pueblos. En muchos lugares se abren museos sobre el holocausto, se fija en el calendario de muchos países una fecha oficial en memoria a las víctimas del holocausto, a las ceremonias de este año en conmemoración de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz acudió una amplia representación de presidentes de Gobierno y a la inauguración del nuevo museo de Yad Vashem en Jerusalén asistieron distinguidos representantes políticos de todo el mundo.
La cifra impersonal y abstracta de seis millones se va precisando en nombres propios, biografías, testimonios detallados, literatura, teatro, cine, todo un material enorme y variado que intenta abarcar toda la complejidad de lo que fue y supuso el holocausto. Objetos personales de los muertos en el holocausto se convierten en valiosos objetos de museo: zapatos, maletas, camisas... El arte moderno les otorga a estos objetos un valor estético tremendo.
Aprincipios de los años setenta empecé a dar clases en la Universidad de Haifa y el primer curso que di fue Análisis Estético de la Literatura sobre el Holocausto. Muy poca era la bibliografía con la que contaba en aquel tiempo y el tema del curso resultaba excepcional dentro del programa del departamento de Literatura. En cambio, desde entonces han surgido disciplinas enteras dedicadas al tema del holocausto y los departamentos de estudios sobre aquel fenómeno se consideran actualmente una sección lógica e importante en cualquier universidad del mundo.
En la historia de la humanidad, antes y después del holocausto, se han cometido auténticas barbaridades: en Camboya, Ruanda, Serbia, Sudán y miles de lugares más. Sin embargo, el holocausto judío resulta algo especial, excepcional, y ello en mi opinión con toda razón. Los nazis cometieron atrocidades con muchos pueblos, fusilaron a miles de prisioneros rusos, mataron a homosexuales y a disminuidos psíquicos alemanes. Con todo, el holocausto judío sigue teniendo un valor especial en la conciencia del mundo, hasta el punto de que la palabra hebrea shoah (catástrofe) ha entrado en el vocabulario de muchas lenguas. ¿Qué es lo que hace tan especial al holocausto judío para que adquiriera un valor universal?
Es difícil dar una respuesta sencilla. Pero creo que si indagamos realmente en la esencia de aquella barbarie contra los judíos se observa un elemento sin precedentes en la historia: la maldad en sí, la maldad en estado puro. No había motivaciones ideológicas, ya que los judíos nunca representaron una única ideología; no había motivaciones de carácter nacionalista para obtener un territorio, pues los judíos carecían de territorio alguno; no había motivaciones racistas, puesto que los judíos no son una raza; no había motivaciones económicas, ya que la mayoría de los judíos no poseían grandes riquezas, y si los nazis les hubieran pedido sus bienes a cambio de salvar la vida, lo habrían hecho sin dudarlo.No había motivaciones religiosas dado que los nazis luchaban contra toda religión, y desde luego no se consideraban cristianos, pero además muchos judíos no eran religiosos y muchos habrían estado dispuestos a convertirse como tuvieron que hacer en la edad media para librarse de la hoguera. Tampoco se trató de una expulsión del territorio como ocurre en muchas guerras. Lo que hubo fue simple y llanamente un crimen en sí mismo. Los judíos no eran considerados seres humanos, sino bacterias cuyo exterminio se convirtió en una obsesión. Había un componente de maldad y locura que no se había dado antes en la historia de la humanidad, un elemento que aún debemos estudiar y analizar.
Por tanto, el carácter universal del holocausto judío es cada vez mayor. Primero debido al esfuerzo ímprobo por convertir esos seis millones en personas con rostro, con nombres y apellidos, con una historia detrás.Yesa visión personal hace que adquiera un valor universal, ya que el judío, antes que judío, es en primer lugar persona. El crimen cometido sale de su contexto específico y se analiza como un crimen contra la humanidad y se busca reconocer al hombre en cuanto hombre y ello precisamente cuando la capacidad tecnológica del hombre para llevar a cabo un exterminio total es cada vez mayor.
Los judíos se hallan ahora en las entrañas del duelo por el holocausto. Un duelo que no se acaba. Y esa represión psicológica de antes no sólo está desapareciendo en las víctimas y sus descendientes, sino que el holocausto está ocupando un espacio en las emociones y en la mente de las nuevas generaciones. No obstante, aún queda una fase: el debate intelectual para comprender cómo y por qué nos ocurrió eso, cómo no nos dimos cuenta del abismo que nos estaba aguardando, cómo no entendimos de verdad que nuestra situación de diáspora conllevaba unas relaciones enfermizas con el mundo. Es el debate en torno a la esencia de la identidad judía, un debate que no ha hecho más que empezar.
*ABRAHAM B. YEHOSHUA, escritor israelí, inspirador del movimiento Paz Ahora
Traducción: Sonia de Pedro
Fuente: Iton Gadol - www.itongadol.com.ar

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