Compartió su vida con el fundador de la comunidad judía Bet-El y lo acompañó en la defensa de los derechos humanos en los setenta. Su visión sobre la política K.
En una esquina de Palermo viejo asoma Naomi Meyer. Una mujer que, a juzgar por su aspecto y su perfecto spanglish, podría confundirse entre los cientos de turistas que deambulan por el barrio de moda en pleno mes de enero. Pero lejos está de ser una neoyorkina perdida por las calles porteñas.
Junto a quien fuera su esposo, el rabino Marshall Meyer, Naomi vivió más de veinticinco años en la Argentina, crió a sus tres hijos y, sobre todo, se convirtió en el verdadero sostén de uno de los grandes luchadores por los derechos humanos durante la dictadura militar.
“Marshall decía: ‘Si soy rabino, lo primero que tengo que hacer es salvar vidas. Comparado con esto, el resto de los preceptos son cosa menor’. Esa fue su tarea religiosa”, recuerda su mujer, que impacta por su jovialidad y que llegó a Buenos Aires, como todos los veranos, para vivir estos meses en la ciudad que, tiempo atrás, fue su hogar.
La primera vez que pisó la Argentina, el 10 de agosto de 1959, no fue una tarea tan sencilla. Sin saber una palabra de español, Marshall y Naomi emprendieron una travesía en barco desde Nueva York hasta la capital sudamericana, en un viaje que duró 17 días. El rabino y su esposa, que apenas superaba la mayoría de edad, adoptaron como propio un país perfectamente desconocido.
El choque cultural marcaba abismos impensables.
Pero nada los detuvo. Desde el inicio, Marshall no se conformó con la política de las instituciones judías existentes –impregnadas de formalidad y con un ausente mensaje hacia la juventud– y decidió formar su propia congregación, siguiendo los lineamientos del judaísmo liberal. Así fundó la Comunidad Bet–El y el primer seminario rabínico latinoamericano. Ambos espacios cumplieron un rol fundamental en la formación de generaciones de jóvenes que, sentados en el Templo, escuchaban a su maestro cada Shabat, el día santificado de la semana.
“En una mano tienen que tener la Tora (la Biblia) y, en la otra, el diario”, predicaba el rabino, combinando un mensaje de religiosidad y compromiso social. “Para nosotros, los jóvenes siempre fueron una pieza fundamental –explica Naomi–. Convivíamos con ellos, durante un mes, en un campamento de formación educativa. Por eso, me parece fantástico lo que sucede ahora en la Argentina. Ver a la juventud activa e involucrándose en temas políticos y sociales me llena de orgullo”.
El recurrente incentivo de Marshall para que sus feligreses se involucren en política y se comprometan generó, por supuesto, un fuerte rechazo de numerosas organizaciones.
“Cuando tenés a un tipo como Meyer enfrente, comprendés que el desafío que establecía era una constante confrontación con las históricas instituciones religiosas, que se convirtieron en edificios estáticos que no querían cambiar –enfatiza su esposa–. Siempre fue una persona antiestablishment.” Combinación poco perfecta para un inmigrante judío, en un país que siempre se veía amenazado por las intervenciones militares.
Desde Bet–El, Marshall comenzó a involucrarse con los primeros organismos de derechos humanos a mediados de los ’70. La Asamblea Permanente por los Derechos Humanos se convirtió en el primer contacto que el rabino tuvo con la realidad de desaparecidos y torturas durante los setenta. “Mi casa pasó a ser sede de reuniones –comenta Naomi–. Nos quedábamos discutiendo hasta entrada la madrugada sobre cómo ayudar. Corríamos mucho peligro y recibíamos llamados y amenazas de todo tipo.”
Por su condición de rabino, Marshall tenía acceso para visitar a presos judíos y las madres de esos adolescentes, desesperadas y sin respuestas, encontraron en él a un referente de ayuda y contención. “Abrió una puerta donde había caminos cerrados –sintetiza su compañera–. Siempre fue una persona muy carismática. Las Madres de Plaza de Mayo se refugiaron en él. Además de ayudarlas a encontrar a sus hijos desaparecidos, las contenía emocionalmente.” Pero, sin dudas, hubo un hecho que marcó para siempre la vida del rabino: interpelar al represor Miguel Etchecolaz, quien tenía secuestrado a su amigo, el periodista Jacobo Timerman.
Corría el año 1977 y era la segunda vez que detenían al director del diario La Opinión.
Su hijo, Héctor, se había comunicado con Marshall para averiguar el paradero de su padre. El rabino acompañó al actual canciller a La Plata, donde se presentaron en la Jefatura de la Policía Bonaerense.
El mismo Etchecolatz los hizo pasar a su oficina.
“Y usted cura, ¿quién es?”, disparó quien fuera la mano derecha de Ramón Camps.
“Este cura es un pastor que busca una oveja de su rebaño –dijo Meyer–. Sé que vos sos el ladrón que te la llevaste. Soy el pastor de Jacobo Timerman y no me voy hasta que me devuelvas a mi oveja.” Horas después, le informaron el paradero del periodista.
“Con la familia de ‘Timi’, como le decíamos a Jacobo, tenemos una relación muy especial –cuenta Naomi–. Por eso, que un Timerman sea canciller de la Argentina me parece muy bueno. Por su historia familiar y porque es importante que un judío practicante, como él se define, haya llegado tan alto en un país que sufrió varios atentados.” Al año de recuperarse la democracia, Meyer –que era miembro activo de la CONADEP–, sintió que parte de su tarea en la Argentina estaba cumplida y decidió regresar a su país, donde falleció el 29 de diciembre de 1995.
Desde ese momento, Naomi continúa viviendo en la casa que compartían en pleno corazón de Manhattan, aunque sigue atentamente las novedades de “su amada” Argentina, como la define.
“Pienso que una de las cosas más importantes que hizo el matrimonio Kirchner fue involucrarse con la política de derechos humanos –opina–. Se abrió el camino para los juicios, se volvió a instalar el tema de la memoria, las Madres y Abuelas recuperaron un rol fundamental. Todas decisiones que me parecen fantásticas. Y de las que Marshall, con seguridad, se sentiría muy orgulloso.” La mujer del rabino pita su cigarrillo palermitano y agrega: “Es ridículo decir que no hay que hablar de la dictadura, porque nos tocó a todos y no se puede sacar una hoja de la historia de un país. Y encima decir ‘bueno, esto ya no sirve’. Es como sacar la Shoá (Holocausto) de la historia alemana”.
–Pasaron más de veinte años desde que se fue de la Argentina y la sigue eligiendo para pasar una temporada de verano.
¿Por qué? –Porque la mayor parte de mi historia sucedió acá. Nacieron mis hijos, que se sienten más argentinos que yankis, y tengo amigos muy queridos. Pero, sobre todo, porque me gusta sentir que la tarea de Marshall sigue viva en este lugar.